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Diálogo segundo:
De la patria (I)

 

ELEUTERIO.- Salía yo entonces de mi casa y, no habiendo caminado más de 100 codos, caigo en el detalle de que no llevo sandalias y mis pies sufren las irregularidades del sendero. En el cielo se formaba una terrible tormenta y, llegando yo al supuesto barco que habría de llevarme, advierto que no se trata más que de un atajo de maderas al que alguien, muy optimistamente, le había añadido un remedo de velamen. Ante mi reticencia, una mano invisible acaba enpujándome a bordo, si es que tal término marinero se pudiese aplicar a semejante embarcación, mientras veo en la orilla a mi madre y a mi amada Helena despedirme envueltas en llanto y cubriéndose la cabeza con un velo. Mis rodillas se doblaban al encuentro una de la otra y un escalofrío me subía por la espalda cuando el capitán, timonel y único tripulante gritó: “¿han soltado ya las amarras?”

diálogos en el ágora​

Diálogo primero:
De cómo el tiempo cambia a las mujeres o el cristal con el que son vistas

ELEUTERIO.- Cuando apareció la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, yo, el caro hijo de Odiseo, me levanté de la cama, vestíme, colgué del hombro la aguda espada, até a mis nítidos pies hermosas sandalias y, semejante por mi aspecto a una deidad, salí del cuarto. Enseguida mandé que los heraldos, de voz sonora, llamaran al ágora a los melenudos aqueos. Pero he aquí que no fueron sus pregones lo que a mis oídos llegó, sino el alarido estridente y cacofónico del gallo de mi buen vecino Pandremeno, que por enésima y no última vez, me temo, hacía desvanecerse mis sueños para caer yo sobre el duro mármol de la realidad cotidiana.

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